viernes, 21 de junio de 2013

La primera cita con el médico de las gafas profundas


El señor era medio pelado y tenía unas gafas profundas.
Estaba un poco excedido de peso y sonreía sin parar por lo mismos chistes que el se hacía a sí mismo.
Mi cara de asustada o más bien de "qué hago yo aquí" debe haber sido motivo suficiente para tratar, con toda su mejor intención, hacerme fácil la estadía. Eso pensé en un primer momento. Y tal vez, ahora que lo pienso, hasta haya sido así. Pero cometió un gran error.

Era la primera cita. Me despachó en cinco minutos, a lo sumo seis.
En ese corto tiempo me dictó, como cuando la maestra daba los dictados sorpresa en la escuela, todo lo que no podía comer ni beber. Sólo recuerdo, porque me importan demasiado, que me prohibió el vino y el café. Empezamos mal, me dije y me toqué el vientre.

En el mismo acto, me recetó unas pastillas de ácido fólico, diciendo que como ya debo saber, "todas las mujeres embarazadas toman ácido fólico" así que tú también lo harás, como es lógico.

Salí de aquella consulta express con una lista de cosas en la cabeza que no podía recordar, sabiendo que ese misma noche no podía beberme mi copa de vino habitual ni café, y poco más, y que para toda otra duda, tome ácido fólico.

Esto no fue el gran error. Fue el comienzo de una serie de sucesos inesperados y concatenados que hace que lo último sea peor de lo que a lo mejor fue, o tal vez fue peor aún de lo que yo lo recuerdo.

Lo cierto es que el señor de gafas profundas, me preguntó sobre la fecha en la que me había hecho mi último papanicolau. ¿Papaque? El típico estudio que las mujeres deben hacerse según prescripción médica una vez por año, y más aún si pasa cierta edad, aunque esto varía de país en país y de acuerdo al presupuesto y las leyes sobre salud sexual de las que se dispongan. Un tema que también da para otro relato que espero poder hacer algún día.

Cuando estuve en Argentina visitando a mi familia,  mi padre me acompañó al hospital clínicas, y me hice ese estudio. Lo recuerdo perfectamente porque fui con mi padre, y el se esmeró en tramitarme el carnet sanitario, y luego me indicó un sitio donde lo plastificaban para que no se me dañara. Él luego lo guardó en el bolsillo de su camisa, y lo tiene con él desde entonces, para cuando quisiera regresar o cuando volviera de visita, por si acaso.

Ah sí, claro, hace dos años, le dije. Como era de esperar, me espetó que debiera hacerme urgente un papanicolau. Asentí. Lo que el señor de pocos pelos no me aclaró es que había tomado la decisión unilateral de hacérmelo él mismo, en ese instante y en ese mismo lugar, sin consulta y sin previo aviso. Con voz tranquila pero firme, me mandó a ponerme una bata al baño y que me quitara toda la ropa de la cintura para abajo. Procedí. Cuando volví, una enfermera de unos 50 años estaba ya esperando por mí al lado de la camilla, sonrió apenas de lado, y me ordenó recostarme en la cama. Me puso una sábana y me abrió las piernas. Luego me sostuvo del brazo como si yo fuera a escaparme. De pronto apareció mi médico y sin perder ni un segundo (no nos olvidemos que era una consulta express) me metió una especie de fuelle por mi intimidad más íntima y sin más dijo: Ya está. Lleva esto al laboratorio, Fulana.




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